La política chilena ha acordado formalmente la madrugada de este viernes enterrar la Constitución de la dictadura de Augusto Pinochet. Ha sido un acuerdo histórico, tras semanas de la mayor crisis política y social que haya enfrentado el país en las últimas décadas. Después de una jornada de extrema violencia la noche del martes, del llamamiento del mandatario de Chile, Sebastián Piñera, a alcanzar un acuerdo por la paz y de dos jornadas de intensas negociaciones, el presidente del Senado, Jaime Quintana, ha informado de que en abril próximo el país andino celebrará un plebiscito para decidir si los ciudadanos quieren cambiar la carta fundamental de 1980.
Como parece evidente que se optará por sustituirla –ocho de cada 10 buscan cambiarla, según las encuestas–, los chilenos definirían en paralelo el mecanismo para su reemplazo: si una “convención constitucional” con miembros completamente nuevos que funcione en paralelo al Congreso con funciones constituyentes o una “convención mixta” compuesta por un 50% de parlamentarios y otro 50% de delegados.
“Somos responsables de muchas de las injusticias, inequidades y de los abusos que los chilenos nos han señalado”, ha indicado Quintana desde la sede del Congreso de la capital, arropado de decenas de representantes de todos los sectores políticos, al presentar el Acuerdo por la paz y la nueva Constitución. “Es una salida pacífica y democrática a la crisis, que busca un nuevo contrato social en Chile”. A los pocos minutos, el Gobierno ha celebrado el acuerdo del Congreso: “Hemos tenido días difíciles. Todos hemos escuchado, todos hemos aprendido. Gracias a todos los que lo hicieron posible”, ha dicho el ministro del Interior, Gonzalo Blumel, desde el palacio de La Moneda.
Se trata de un momento refundacional. Será la primera vez en la historia que Chile tenga una carta magna nacida de la discusión democrática, porque las anteriores –las de 1833, 1925 y 1980– estuvieron precedidas por una guerra civil, ruido de sables y un golpe de Estado. Con excepción del Partido Comunista, que no participó de las negociaciones, los políticos de todo el espectro acordaron que los representantes serán elegidos en octubre de 2020, en paralelo a las elecciones municipales y de gobernadores y consejeros regionales. Contarán con un plazo de entre nueve meses y un año para redactar la nueva Constitución, que será escrita desde cero y no tendrá como base el texto de 1980, como buscaba el partido de derecha de la Unión Demócrata Independiente (UDI). Empujados por la emergencia que vive Chile que ha costado 22 vidas y por la interpelación ciudadana, los parlamentarios definieron en un amplio diálogo político –como nunca antes en el pasado reciente– que los artículos deberán contar con el voto de dos tercios de los delegados. La próxima Constitución deberá ratificarse en un nuevo plebiscito, con sufragio universal y obligatorio, y luego por el Congreso.
No resulta evidente que una nueva Constitución logre apaciguar las protestas, que explotaron el pasado 18 de octubre como expresión de una buena parte de la ciudadanía que se siente al margen de la senda de desarrollo de Chile de las últimas décadas. La clase política, sin embargo, apuesta a entregar una señal sólida ante la ciudadanía, que no confía en ninguna de las instituciones democráticas, desvelando una grave crisis del Estado.
El País
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