Más que la tan cacareada relación especial, la de Gran Bretaña con Estados Unidos es una relación disfuncional, de diván rojo freudiano, casi una especie de síndrome político de Estocolmo. En 1956, once años después de acabada la Segunda Guerra Mundial, el hijo le pegó una bofetada al padre cuando el primer ministro británico Anthony Eden unió fuerzas con Francia e Israel para invadir Egipto y eliminar a Naser (que había nacionalizado el canal de Suez). Washington tenía otros intereses, amenazó con hundir la libra esterlina y no le dejó otra opción que dar marcha atrás.
Desde entonces no ha sido una relación entre iguales. Lo único que Londres saca de ella es el papel global como el amigo del niño más fuerte de la clase, y compartir los secretos de inteligencia, que en el mundo real sería como jugar juntos a la play. Lo es ahora menos que nunca, con ocasión de la visita de la Casa de los Trump (Donald, Melania, Ivanka, Jared Kushner, Donald jr., Eric Tiffany) a la Casa de los Windsor, dos dinastías muy diferentes. Lo que el titular de la Casa Blanca busca está claro: adulación, pompa y fotos que le puedan ser útiles en su campaña de reelección. En cuanto a un Reino Unido descabezado, con Theresa May en la parrilla de salida, patas arriba por el Brexit, es mucho más cuestionable lo que pueda sacar de esta visita.
Trump ha venido con aires de depredador, como un león que huele la vulnerabilidad de su presa en la sabana de la política internacional, a la que puede empujar a un Brexit sin acuerdo que la separe de su manada (la Unión Europea) y la deje en manos de Estados Unidos, para que le venda sus pollos clorados y la obligue a seguir su liderazgo (o falta de él) en asuntos como el medio ambiente, China (la empresa Huawei postula para la instalación de la red 5G de tecnología móvil), Irán (Londres quiere que se mantengan los acuerdos en materia nuclear), Siria (de la que la Casa Blanca se quiere desentender) o Palestina (Washington pretende descartar la solución de los dos estados).
Donald Trump tuvo pensión completa en la primera jornada de su visita de Estado, tan sólo la tercera concedida a un presidente de Estados Unidos (George W. Bush y Obama son los otros dos). Comida, merienda y cena. Aterrizó por la mañana en el aeropuerto de Stansted, fue recibido en el Mall con 41 cañonazos y guardia de honor, almorzó con la reina en el palacio de Buckingham, tomó el té con Carlos y Camila, y fue el invitado de honor de un banquete al que rechazaron la asistencia los dos principales políticos de oposición, el laborista Jeremy Corbyn y el liberal Vince Cable. En vez de pompa y circunstancia hubo pompa y polémica.
La polémica, en realidad, acompaña a Trump donde quiera que va. Y ya desde el Air Force One, antes tan siquiera de aterrizar, había calificado al alcalde de Londres, Sadiq Khan, como “un perdedor nato” por cuestionar la conveniencia de su visita. A lo cual el síndico respondió que le resbalan los “insultos infantiles” del hombre más poderoso del mundo, a él en persona y a los valores progresistas que representa.
Por la noche, con la barriga y el ego llenos, el presidente se retiró a sus aposentos en la residencia del embajador norteamericano en Regents Park para soñar con los angelitos y barruntar la manera de empujar a este país hacia el más duro de los Brexits, impulsar la candidatura de Boris Johnson a primer ministro y convertir a Nigel Farage en un caballo de Troya del trumpismo en Europa. Londres ha perdido valor para Estados Unidos como puente entre los dos lados del Atlántico, porque ahora la Unión Europea le importa un pito, excepto para minar su poderío económico, y eventualmente destruirla. El papel de Londres en la relación disfuncional podría ser precisamente ese.
Agencias.
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